31 de agosto de 2012

XXVII

Dicen que enamorarse es un acto reflejo, algo que no se puede aprender ni controlar... Como el respirar. Yo no creo que sea así. Yo he tenido que aprender a querer a un hombre porque me enamoré de uno. Aprendí a pasear agarrada a su cintura, a deslizarme en su cama temblando y a tener el doble de ropa interior en mi armario. Y lo hice con el mismo miedo y la misma excitación que una niña de cinco años patinando por primera vez en una pista de hielo.

Yo digo que enamorarse es un acto reflejo, como tener miedo. Yo fui una niña sin miedo. No me asustaban los fantasmas, tampoco los monstruos ni la oscuridad. Podía mirar debajo de la cama y estar segura que no habrían esqueletos ni vampiros. Podía enfrentarme a las niñas de quinto y estar segura que no me quitarían la merienda. Y así hasta hoy. Segura de que puedo coger una Magnum y avanzar por un callejón vaciando el cargador porque no es eso lo que me da miedo.

Lo que me aterra es decir que sí a algo que no podré cambiar mañana, pensar en un sofá para toda la vida, en un crédito hipotecario, en una declaración conjunta o en un "esta tarde tenemos que hablar", en buscar colegios y canguros y pensar en un lugar para vivir cuando ya no tengamos pulso para sujetar una Magnum.

Y, de pronto, todo ese terror se empieza a difuminar como el looping de una montaña rusa. Y eso... Es la felicidad.



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