11 de agosto de 2011

¿Quién deseaba la equidad?

La equidad es uno de los conceptos que sólo son válidos en un mundo extremadamente limitado. Pero este concepto se extiende a todas las manifestaciones de la vida. Desde los caracoles y los mostradores de las ferreterías hasta la vida matrimonial. Lo abarca todo. Aunque nadie me lo pidiera, aquello era lo único que yo podía dar.

En este sentido, la equidad se parece al amor. Lo que uno está dispuesto a dar y lo que te piden son dos cosas distintas. Por eso, precisamente, muchas cosas habían pasado de largo ante mis ojos o, tal vez, por el interior de mi corazón.

Quizá debía arrepentirme de mi vida. Sería otra forma de equidad. Pero yo no podía arrepentirme de nada. Aunque todo hubiera pasado de largo, como el viento, dejándome a mí atrás, porque ahí estaban también mis propias esperanzas y deseos. Y sólo había quedado aquel polvo blanco que flotaba en el interior de mi cabeza. 


8 de agosto de 2011

Cuatro ruedas.

En el mundo hay cosas que cambian y cosas que no cambian. Y las cosas que no cambian, pase el tiempo que pase, no cambian jamás. La música de los taxis es una de ellas. Las radios de los taxis siempre sintonizan programas de música pop, tertulias de mal gusto o retransmisiones de partidos de fútbol. Por los altavoces de los grandes almacenes suenan invariablemente la orquesta de Raymond Lefèvre; en las cervecerías, las polcas; en los barrios comerciales a finales de año, las canciones navideñas de The Ventures. 


1 de agosto de 2011

La huida.

Cuando la luz gris de la mañana, que penetraba por un pequeño tragaluz situado cerca del techo del almacén, empezó a iluminar débilmente las paredes de alrededor, los puntos de la luz perdieron poco a poco su brillo y, junto con el recuerdo de las densas tinieblas, se fueron yendo, uno tras otro, a algún otro lugar.

Por más esfuerzos que haga, jamás podrá descifrar todo lo que se oculta en los recovecos del corazón humano. Lo cierto era que allí estaba su corazón y que yo lo percibía. ¿Podía pedir más?

Me senté en el suelo y me recosté en la pared. A través de la alta claraboya no se veía el cielo ni, por tanto, se sabía qué tiempo hacía fuera. Por la luz, sólo adivinaba que el cielo estaba encapotado. Unas pálidas sombras flotaban en silencio, como una corriente de suave líquido. Cerré los ojos y dejé reposar mi mente en el aire frío del amanecer. Al llevarme la mano a la mejilla, me di cuenta de que los dedos todavía conservaban la tibieza de la luz.

El tiempo carecía de uniformidad y coherencia.