1 de agosto de 2011

La huida.

Cuando la luz gris de la mañana, que penetraba por un pequeño tragaluz situado cerca del techo del almacén, empezó a iluminar débilmente las paredes de alrededor, los puntos de la luz perdieron poco a poco su brillo y, junto con el recuerdo de las densas tinieblas, se fueron yendo, uno tras otro, a algún otro lugar.

Por más esfuerzos que haga, jamás podrá descifrar todo lo que se oculta en los recovecos del corazón humano. Lo cierto era que allí estaba su corazón y que yo lo percibía. ¿Podía pedir más?

Me senté en el suelo y me recosté en la pared. A través de la alta claraboya no se veía el cielo ni, por tanto, se sabía qué tiempo hacía fuera. Por la luz, sólo adivinaba que el cielo estaba encapotado. Unas pálidas sombras flotaban en silencio, como una corriente de suave líquido. Cerré los ojos y dejé reposar mi mente en el aire frío del amanecer. Al llevarme la mano a la mejilla, me di cuenta de que los dedos todavía conservaban la tibieza de la luz.

El tiempo carecía de uniformidad y coherencia.

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