Hace algún tiempo, en una curva de carretera, salí disparado volando en el coche por un terraplén, y durante los cinco segundos que estuve en el aire frente al rostro de la muerte vi en el interior de la memoria toda mi biografía comprimida, iluminada por una brevísima ráfaga. Puedo explicar ahora la fulgurante visión que experimenté antes de caer vivo e ileso al otro lado del barranco. Mientras surcaba el espacio me cegó una especie de relámpago negro, tal vez fundido con los latidos de la sangre. Cerré los ojos y en ese momento no pensé en ninguna solución filosófica, ni siquiera en el golpe inminente. Mi imaginación tampoco fue cruzada por el más mínimo deseo de sobrevivir. No recordé para nada los graves problemas de este planeta: el hambre, la bomba atómica, la violencia de los fuertes, la rebelión de los pobres. También la política, el dinero y las pequeñas pasiones de los hombres se esfumaron. Pero en el cristal del parabrisas o en el fondo del cerebro vislumbré toda mi existencia concentrada en cuatro haces de luz.
21 de noviembre de 2011
Ráfaga
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